Agua – 9 «A» (parte 1/2)

9° “A”

Don Francisco entraba a su casa luego del trabajo. Eran las cinco y media de la mañana y ya comenzaba a amanecer. Poco a poco la bella Buenos Aires se vestía de rayos anaranjados. Un día más para ella, una noche menos para don Francisco. Estaba tan cansado con sus ochenta y dos años. Tan encorvado por las hernias de su columna. Tan triste por haber vivido arrepentido.

Cuando tenía veintinueve años conoció el amor. El de su vida. Y la dejó ir. No solamente se preguntó hasta el día de hoy qué hubiera podido pasar. Sino que el peso del arrepentimiento ya no lo dejaba sostenerse erguido. Seguía trabajando, aunque ya hacía más de quince años que se había jubilado. No tenía a nadie. En realidad sí, pero su único hijo está fuera del país y casi no recibe noticias. De su esposa se había divorciado hacía unos veinte años. Ya no se hablaban. El odio mutuo se había encargado de arruinarles el resto de sus años separados. No podían desligarse jamás el uno del otro por más que dejaron de verse desde la separación. Don Francisco decidió seguir trabajando para mantenerse ocupado. No tenía ningún objetivo en su vida. Vivía por inercia. Un día fuimos escupidos al mundo y a partir de ese momento todo es una cuenta regresiva hacia la muerte. Nada depende de nosotros. Don Francisco vivió, y vive, bajo esta filosofía. Pero sigue arrepentido.

En la década del cincuenta andaba de parranda con sus amigos. Eran todos jóvenes. Un grupo de cinco muchachitos sanos que salían a divertirse por las calles arrabaleras del barrio de La Boca. Una noche, en un bar, conoció a Clelia. Se enamoró en el primer vistazo. Pasaron un año entero juntos y luego ella debía regresar a su casa. Al otro lado del mundo. Era tan lejos para el joven Francisco que nunca la siguió, por más que se lo había prometido con su alma. Hoy, bajo este amanecer de primavera, un don Francisco anciano, cansado y apático, se sigue preguntando qué hubiera podido pasar.

Entró a su departamento. Se echó sobre el sillón y puso música. Beethoven para recibir la mañana. Descansaba sus ojos entrecerrados pero no dormía. A esa edad ya era difícil conciliar el sueño. Don Francisco cree que esto es una broma de la vida hacia nosotros. O de la naturaleza. Cuando ya no tenemos fuerzas para hacer todo lo que nos gustaría hacer, la vida nos deja despiertos veinte horas por día. Una ironía. Pero ya poco le importaba. Como todo. Había sido una noche tranquila en el edificio de oficinas que cuida. Como todas, desde hacía catorce años. El trabajo de sereno lo mantiene activo. Otra paradoja. Su hijo casi no lo llama. Su exmujer, menos aún se interesa por su vida. La novena envolvía el ambiente del 9° “A”. Don Francisco recordaba la imagen de Clelia en un borroso espejo de su memoria. La imagen de su rostro ya casi se había perdido. Ya no la recordaba tal cual era. Se había desvanecido el último rastro que quedaba de ella. Hasta eso que creemos que nos pertenece y nadie nos puede quitar, el tiempo se encarga de borrarlo poco a poco. De desgastarlo. Aún así, lo que fallaba era su imagen, pero lo que sentía por ella permanecía intacto. La misma intensidad de pasión. La misma potencia en su viejo corazón indicaba, sin lugar a dudas, que aún la amaba.

Su vida fue rutinaria. Desde que cumplió treinta años hizo casi lo mismo. Día tras día se fue apagando de a poco. No podía dejar de preguntarse si hubiese elegido a Clelia. ¿Hubiera sido todo rutinario también? ¿Hubiesen sido todos sus días idénticos y sinsabor? Se casó felizmente con la que hoy es su exmujer. La conoció dos años después de que Clelia volviera a su país natal. Don Francisco aún recordaba una cosa de ella. Le llamaba la atención porque no había sucedido lo mismo que con su memoria visual. Recordaba su dirección. Aunque no la necesitaba ya que guardaba todavía la única carta que ella le había escrito luego de su vuelta. Pero él se la acordaba igual, producto de las infinitas veces que había leído esa misiva. De tantas lágrimas derramadas sobre ese ahora viejo y amarrillento papel. Le llegó a los tres meses de su partida. Él nunca le respondió.

“Mi amado Francisco, te escribo desde esta lejanía que me tortura. Te envío mis lágrimas en la tinta. Te extraño. Jamás he sentido algo así en toda mi vida. Sueño todas las noches, y todos los días, con el momento de volver a verte para nunca más despegarnos. Y volar. ¡Volar juntos! Como lo hicimos desde el primer instante. Lado a lado desde el principio. De la mano. Hasta el final que nunca será tal. Te voy a esperar siempre. Te amo. Tu C.”.

Continúa…

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